<<Y un favor, si tienes ganas y tiempo en las próximas semanas, mira a ver si escribes un textito sobre tu viaje, y lo ponemos en nuestro blog.>>
Así me pide mi amigo Sergio que escriba, si apetece, algún
párrafo sobre mi paso por México. Un textito, ojo, lo llama el muy cabrón: con
ese uso envenenado del diminutivo que sabe que funciona… porque le pongo rostro
de mujer a la solicitud.
Pero ¡ay! me viene grande el proyecto, esa es la verdad, si
quiero ir más allá de las anécdotas encadenadas de gentes y lugares, si quiero
hacerle algo de justicia al significado de la experiencia; La cosa es que me
resulta tan difícil redactar unas líneas que sinteticen lo vivido, que eso es
justo lo que me pide el cuerpo, intentarlo: porque la naturaleza agonística de
la empresa tiene mucho que ver con las formas que les observé a los Mexicanos
allí, y también con la esencia de lo que quiero dejar escrito aquí.
Vamos, que vayas preparándote un café, porque lo traigo
bastante espeso.
Algo a lo que agarrarse
Paso por alto, con frecuencia, las cuestiones importantes.
Casi sin darme cuenta y por no saber ponerles nombre, hay
una serie de cosas que conviven conmigo a diario, sin encajar, y que acabo
guardando en el cajón de los asuntos dolorosos o molestos. Un cajón que todos
vamos llenando, a falta de tiempo para analizar bien lo que metimos dentro, y
que acostumbramos a esconder en la mudanza de un ciclo vital a otro. Algo que a
mí me toca empaquetar, ya hace algún tiempo, cuando cruzo la treintena y me incorporo
a esa autopista que es la rutina tardoadolescente de mi vida hoy por hoy.
Un nuevo ciclo vital sin sobresaltos del que participo
totalmente y que presenta, entre otros, los siguientes síntomas: horario de
oficina, sustitución del linaje de sangre por otro interespecífico, consumo de
ideología prêt-à-porter a golpe de mando a distancia y celebración de las
pequeñas victorias que hay bajo términos como "escapadita",
"terraceo" o "echar un polvo". En fin, una ficción de orden
que construimos para no tener que tomar distancia ni frente al ego propio, ni
frente a la deslumbrante actualidad. Lo que los griegos llamaban "Segunda
Naturaleza", hábito o cultura, pero que en nosotros ha devenido como
"principal" al vivir saturados de imágenes y arquetipos que ya no
representan idea alguna, si no que la suplantan. Cuatro carriles bien señalizados
donde abundan pesudonecesidades que sí me puedo permitir y sólo me preocupo de
los deseos cuando son metas que están a mano: donde tengo todo lo necesario
para que se pueda decir de mí que voy montado en un bólido al que llamar “buena
vida”.
Pero si algo riguroso tienen ciertas cosas con las que
cargamos pero no queremos ver, es que le esperan a uno a la vuelta de la
siguiente esquina: el reencuentro es sólo es una cuestión de tiempo y
movimiento.
Por eso es que agarro la mochila de tanto en tanto: para
conjugar movimiento y tomar distancia respecto al ruido de fondo. Ese que se va
colando en mi interior cada vez que atiendo a la inercia del día a día y
automatizo y me da por responder que sí cuando debí haber respondido que no; Y
prefiero moverme lejos. Como si a miles de kilómetros pudiera escucharlo todo
mejor, más nítido.
Y en esta ocasión, la oportunidad se me dio en México
(gracias Saray, gracias Sergio). Un destino que me interesaba pero que tenía
reservado para el futuro, ya con canas en la barba, por asociarlo, en gran
medida, con la espiritualidad, el sincretismo religioso (eso de sacrificar
animales en una iglesia católica, transformar espíritus antiguos en santos, ver
a cristo a través de ciertas sustancias) y la intensa relación con la muerte;
Porque en menor medida, también había llegado a mí la idea de otro México con
viejos poblados mineros, cantinas polvorientas, bravura y lamento Mariachi,
etc. pero no me llamaba tanto, lo reconozco, porque carezco del empaque latino
necesario para su disfrute.
Sean los que fueren mis prejuicios, lo que importa ahora es
que, ya de vuelta de todo aquello, y tras una larga digestión, mi experiencia
Mexicana me ha hecho reflexionar acerca de dos cosas singulares. Por un lado,
que la mayor parte de su sociedad es indiferente a las aspiraciones vitales del
europeo medio, y por otro, que casi nadie da importancia a la ensalada de
artificios que usamos aquí para eludir nuestra realidad biológica. Será su PIB,
su carácter, o que tiene demasiado fresca su última colonización como para
pasar a la siguiente, pero a México le importa un carajo la "buena
vida" que trae consigo nuestra "segunda naturaleza".
No se ha lanzado a por esa “segunda naturaleza" porque
tiene muy presente la primera. La que en clase de ciencias naturales nos
hermanaba con el perro y con el tocón de árbol. La de que somos, al fin y al
cabo, organismos inestables que luchan inútilmente por evitar el desorden. Sin
reparos a la hora de alimentarnos de energía externa y, en el caso mexica, a
balazos si hace falta. Como si toda esa vitalidad que habita en el mexicano
medio fuese resultado de arrebatarse vida los unos a los otros, en una suerte
de “a más tocamos”; Primera naturaleza, también, de ser sistemas agónicos que,
una vez se reproducen (¡y vaya si se reproducen!) ya saben lo que toca:
preparar el testigo e ir aceptando lo inevitable. Y así es que veneran a la
Santa Muerte, porque entienden su destino como seres vivos y porque lo
contrario, tratar de vivir eternamente, les resultaría agotador. Por eso su
unidad mínima de volumen es el caballito (chupito de tequila y su patrón sabor
lo marca el chile rojo: porque mejor hacerlo todo intenso a turnos cortos, ya
vámonos, y sirvamos de abono a lo que venga detrás.
Un modo de vida, el suyo, que obliga a la forzosa vigilia
vitalista ante lo que pueda venir. Hablo de no poder fiarse ni de la sombra de
uno, pero sobrellevarlo. Algo que comparten el manifestante que sabe que puede
acabar muerto, el que intenta cruzar ilegal la frontera norte, el indígena desprotegido,
el empresario al que un día llama por teléfono el narco, el narco que sabe que
llegará su hora, el bienintencionado frente al muro de corrupción, el corrupto
al que le llega su periodista, el periodista que no conoce la libertad... y en
definitiva, el que busca su lugar y termina por entender que va a necesitar una
dosis mucho mayor de suerte que de tenacidad para salir adelante.
Pero no sólo eso les distancia de nuestra fantasía de
"buena vida". La cuestión espiritual es otra de sus herramientas de
lucidez, esta vez frente a la ensoñación religiosa occidental. El haber
camuflado a la Madre Tierra dentro de una talla católica llamada Nuestra Señora
de Guadalupe, patrona de México (puro marketing transversal religioso. Esto es:
una virgen embarazada y mestiza, que se manifiesta sobre las ruinas de un
antiguo templo precolombino y asimila, tanto los roles de su deidad predecesora
en la mitología mexica, como a sus fieles seguidores), da lugar a una dualidad
muy interesante que además tiene a todos convencidos: a los nuevos les hace
sospechar de la dimensión unificadora que está por encima de las instituciones
religiosas, y a los viejos... bueno: a los viejos les permite restaurar con una
capa de misericordia a su antigua deidad (nunca está de más relajar un poco el
discurso) y convivir con los nuevos sin querer liquidarlos a golpe de
obsidiana.
No veas el cuajo que da saber que tu misterio puede no ir
más allá del ahora y del suelo que estás pisando, que tus actos quizá no tengan
la redención eterna de un tercero, y que de ti depende entender que eres Uno
con Todo lo demás. Esa frialdad, frente al trato paternalista que para ti y tu
destino tiene la iglesia moderna del primer mundo, recoloca también a la
naturaleza en su posición de madre inflexible que nos abastece y castiga.
Asunto importante éste, porque la tendencia contemporánea es mostrarla, más
bien, como una anciana senil de la que debemos hacernos cargo pues ya no puede
seguirnos el ritmo.
Y esa idea emancipadora de que nuestros mayores viven en
nuestra casa y no que nosotros vivimos en casa de nuestros mayores es vital
para entender otro de los líos en el que se ha metido la sociedad moderna.
Invertir la jerarquía natural clásica trae desafíos muy importantes, como si
seremos capaces de saber qué necesitan aquellos que tenemos a nuestro cargo.
Digamos entonces, para terminar, que los que veneran a mamá Guadalupe, como
poco, tienen una cosa menos de la que "preocuparse".
· · ·
México me ha traído conocimiento y me ha ordenado un poco
las ideas. Ha puesto sobre la mesa cuestiones que se preguntan por la dirección
que llevamos aquellos que, en esta pequeña parte del mundo, caminamos
hechizados por el "bienestar". Ha confrontado en mí el ideal
occidental de la "buena vida" con otro del que sólo tenía piezas
sueltas y al que voy a llamar, sencillamente, "vida".
No es de extrañar que la maquinaria analgésica de la
"buena vida" nos seduzca tanto. Eso de hacer coincidir lo que nos
pasa con lo que nos gustaría que pasase es algo tan feliz, tan digno del
paraíso, que parece un sueño. Pero requiere pérdida de conciencia, que no es
poca si el asunto es "desear" lo que se presenta. Y si es un paraíso,
entonces: ¿para qué esta antesala de la muerte de la que somos partícipes? Y si
es un sueño, entonces: ¿no sería interesante estar despiertos, no dormidos,
pues ya habrá tiempo para eso?. Pero claro, negarse a esta arcadia feliz
autoimpuesta supondría admitir que, a lo mejor, la realidad natural, entrópica
y absurda, no tiene plan alguno para nosotros, salvo el azar.
Así que tomar conciencia, eso nos queda. Y honrar. Tanto a
la casualidad de la naturaleza que nos quiso vivos, como a la voluntad propia
de mantenernos así el máximo tiempo posible, aún sabiendo que no podremos
ganarle a la muerte. Jugar. Una partida consciente contra la entropía en la que
luchamos no sólo "siendo" si no "estando" humanos, que es
disfrutar del hecho de que no hacemos trampas: porque no engañaríamos a nadie
más que a nosotros, porque hacerlo supondría acabar con el juego, y porque el
juego es, definitivamente, lo único que tenemos.
Y es ésta una dedicación bien difícil que además sólo sirve
para sujetarnos a algo cuando vienen curvas. Porque sólo podemos aspirar a
servir de agarre para nosotros y para los que nos rodean. Porque la cuestión
importante es justamente esa: somos unos insignificantes asideros... pero no
hay más que asideros.