Paramos a tomarnos un flan en uno
de los miles de cafeterías chiquitas atendidas por una persona que hay en La
Habana. Nos atiende una mujer de unos 35 años, muy parlanchina y con actitud de
estar hastiada de todo, pero para nada descortés. Nos dice que estudio teatro,
y viajo por toda Europa una época con la compañía de teatro. Que La Habana es
una ciudad llena de locos, sucia y ruidosa, que la odia. Que para ella es como
una puta, que en su juventud fue guapa y linda, pero que ahora es vieja y se
niega a aceptarlo y se maquilla de forma grotesca y sigue queriendo ser puta.
Esto me da que pensar.
Efectivamente La Habana parece una ciudad bombardeada, Al contrario que las
ciudades feas desde nacimiento, la Habana despierta esa lastima de quien fue
hermoso y lo perdió, algo diferente a quien siempre ha sido feo. La ciudad es
una sucesión continua de monumentalidad, calles con pasajes con columnas,
edificios de mármol con techos a 4 y 5 metros de altura, balaustradas, fachadas
con miles de filigranas de detalles, salones gigantes, etc. No es solo un
centro histórico, es así barrio tras barrio de la zona centro. El dinero que
hace falta para mantener una arquitectura así es abrumador, y la revolución decidió
no gastarlo, cuando escaseo todo. En su lugar puedes ver arquitecturas muy
dignas en las viviendas de nueva construcción que se abordaron cuando se decidió
poner el foco en que todos los cubanos vivieran dignamente. Puedes ver todos
los ejemplos en pueblos y ciudades de provincias, arquitectura más simple, más
funcional y mucho mejor conservada.
Pero el turista se lleva la
postal de la Habana, la de edificios faraónicos donde vive gente humilde que ni
quiere ni podría en su vida mantener esos edificios. La arquitectura tiene esa
paradoja, las sociedades que cambian sus valores y su modo de organizarse,
deben cargar con la arquitectura de regímenes pasados, y decidir cómo van a
sobrellevar esa carga.
Volviendo a la analogía de la
puta. Me fui de La Habana pensando que esa puta vieja, quizás nunca volvería a
lucir como cuando era joven, pero estaba cargada de una dignidad que se podía transfigurar
en otro tipo de belleza. La dignidad de la foto que todos los turistas buscaban
en las calles de La Habana. La foto de la viejita tendiendo su ropa en el balcón
de un majestuoso edificio de mármol en ruinas. La dignidad de que esos
edificios ahora sean viviendas. De haber retado a la arquitectura y haber
producido esos contrastes tan cubanos que arrancan una sonrisa al extranjero.
Miles de personas viviendo en palacios, siendo irreverentes con la arquitectura
heredada, contrayendo entrepisos en esos cuartos de 5 metros de altura, tendiendo
ropa en una barandilla de herrería con más valor que su sueldo de 100 años.
A mí me parece muy bella esa
dignidad. Quizás allá salido ganando en el cambio.
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