jueves, 12 de febrero de 2015

La puta digna

Paramos a tomarnos un flan en uno de los miles de cafeterías chiquitas atendidas por una persona que hay en La Habana. Nos atiende una mujer de unos 35 años, muy parlanchina y con actitud de estar hastiada de todo, pero para nada descortés. Nos dice que estudio teatro, y viajo por toda Europa una época con la compañía de teatro. Que La Habana es una ciudad llena de locos, sucia y ruidosa, que la odia. Que para ella es como una puta, que en su juventud fue guapa y linda, pero que ahora es vieja y se niega a aceptarlo y se maquilla de forma grotesca y sigue queriendo ser puta.
Esto me da que pensar. Efectivamente La Habana parece una ciudad bombardeada, Al contrario que las ciudades feas desde nacimiento, la Habana despierta esa lastima de quien fue hermoso y lo perdió, algo diferente a quien siempre ha sido feo. La ciudad es una sucesión continua de monumentalidad, calles con pasajes con columnas, edificios de mármol con techos a 4 y 5 metros de altura, balaustradas, fachadas con miles de filigranas de detalles, salones gigantes, etc. No es solo un centro histórico, es así barrio tras barrio de la zona centro. El dinero que hace falta para mantener una arquitectura así es abrumador, y la revolución decidió no gastarlo, cuando escaseo todo. En su lugar puedes ver arquitecturas muy dignas en las viviendas de nueva construcción que se abordaron cuando se decidió poner el foco en que todos los cubanos vivieran dignamente. Puedes ver todos los ejemplos en pueblos y ciudades de provincias, arquitectura más simple, más funcional y mucho mejor conservada.
Pero el turista se lleva la postal de la Habana, la de edificios faraónicos donde vive gente humilde que ni quiere ni podría en su vida mantener esos edificios. La arquitectura tiene esa paradoja, las sociedades que cambian sus valores y su modo de organizarse, deben cargar con la arquitectura de regímenes pasados, y decidir cómo van a sobrellevar esa carga.
Volviendo a la analogía de la puta. Me fui de La Habana pensando que esa puta vieja, quizás nunca volvería a lucir como cuando era joven, pero estaba cargada de una dignidad que se podía transfigurar en otro tipo de belleza. La dignidad de la foto que todos los turistas buscaban en las calles de La Habana. La foto de la viejita tendiendo su ropa en el balcón de un majestuoso edificio de mármol en ruinas. La dignidad de que esos edificios ahora sean viviendas. De haber retado a la arquitectura y haber producido esos contrastes tan cubanos que arrancan una sonrisa al extranjero. Miles de personas viviendo en palacios, siendo irreverentes con la arquitectura heredada, contrayendo entrepisos en esos cuartos de 5 metros de altura, tendiendo ropa en una barandilla de herrería con más valor que su sueldo de 100 años.

A mí me parece muy bella esa dignidad. Quizás allá salido ganando en el cambio.

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