domingo, 28 de octubre de 2012

Los niños que se olvidaron de llorar


Los niños de San Cristóbal no saben llorar. No los niños criollos que viven en la ciudad y van a la guardería, sino los niños de la calle, los niños indígenas que habitan la calle de día. De bebés van embutidos en las telas a las espaldas de sus madres o hermanas, cuando crecen un poco gatean por las aceras y se entretienen con cascaras de fruta, y cuando crecen un poco más aprenden a vender lo que tengan que vender. Podría resultar contradictorio entender porque no lloran. Podría decirse que no les faltan motivos. Pero la verdad es que llorar no tiene sentido cuando nadie puede resolver tus demandas. Desde bebes estos niños interiorizaron que llorando no dejaría de hacer frío  llorando no recibirían más comida, llorando no dejaría de estar duro el suelo. Y en algún momento de sus primeros meses, dejaron de hacerlo.

Por lo demás son niños normales, la tristeza no está hecha para los niños, y esto no lo están. Intentan venderte tejidos, limpiarte los zapatos y simplemente aprovechar su condición de niño para pedirte algo de comida. Pero todo lo hacen con la distracción propia de un niño, sin mucha gana y mirando siempre de reojo a cualquier cosa divertida que pueda pasar en la calle y que les llame la atención. El cambio del trabajo al juego es inmediato si se les plantea la posibilidad. Y la posibilidad se les plantea a menudo de la mano del cargo de conciencia de los turistas.
Estos no se pueden resistir, y desde sus asientos en terrazas de cafeterías a precio europeo, invitan a los niños a algún dulce, los sientan y les plantean sumas o palabras para que aprendan a escribir en un papel. Es una escena conmovedora, ver al concienciado turista queriendo remediar con un dulce y 10 minutos de educación exprés, una problemática que ya dura 500 años. El niño tarda en irse lo que dura el dulce, a buscar otra cosa más divertida que hacer, o a vender algo a otro turista menos puritano y que no crea que un dulce y un poco de cultura les viene mucho mejor que algo de dinero.
A partir de cierta edad, ya solo quedan niñas por las calles, son las destinadas a seguir vendiendo. Mientras, sus hermanos deben empezar a trabajar en el campo. Y no bajan ya a la ciudad con sus madres a esa gran guardería pública que son las calles de San Cristóbal, donde los niños aprenden que llorar no sirve de mucho, que pedir funciona peor cuanto más mayores se hacen, y que el precio de un objeto no depende del objeto sino de la persona a la que se lo están vendiendo.



5 comentarios:

  1. Sería interesante reflexionar acerca de la sobreprotección y la infantilización a la que sometemos a los niños, adolescentes y jóvenes en nuestra sociedad.

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  2. La forma correcta sería decir someten, a mí de momento no me ha tocado educar a nadie.

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    1. Si, habría que reflexionar, pero no creo que ese sea el tema a tratar en este caso. la sobreproteccion en nuestras sociedades es una opción. En este caso no sobreprotegerlos no es la opción que han elegido, es una imposición de su situación Hablar de posiciones opcionales no lo veo interesante en este caso, pues las vidas de estos niños están mas predefinidas por la fuerza, que por elecciones. No representa ningún alegato en contra de la sobreproteccion el que los críen en las calles.

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  3. Yo no he dicho que los padres indígenas hayan elegido no sobreprotegerlos, ni he dicho que su situación sea buena respecto a los sobreprotegidos niños occidentales, ni siquiera sé si en la antigua cultura de los indígenas los niños eran sobreprotegidos, o si en otra situación económica o social los indígenas lo harían.

    Lo que no escribí es que creo que esa situación hace madurar rápidamente a un niño y es algo que contrasta con la infantilización que sufren los niños occidentales. La maduración de los niños, la veo buena, la situación que viven los niños indígenas la veo mala, la infantilización de los niños, me parece mala. Pero las opciones no las tienen los indígenas chiapanecos, las tienen otros.

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  4. Sergio, tus impresiones me recuerdan mucho a las que me traje de Palestina y me hacen volver a sentirlo como si estuviera otra vez.

    Recuerdo lo increíble que me parecía como se divertían, como sonreían y lo felices que eran con lo poco que tenían y la cantidad de motivos que tenían para llorar y quejarse.

    De verdad que fue de lo que más me afectó cuando estuve allí y me ayudó a relativizar un poco los problemas que vivimos y tenemos en occidente.

    Gracias por el post y tráenos más en esta línea.

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